La literatura no está para sanar.
Está para abrir heridas.
Para infectarlas.
Para hurgar donde nadie más quiere mirar.
Vivimos tiempos donde se confunde la escritura con la autoayuda. Donde se cree que el arte debe redimir, consolar, "cerrar ciclos". Falso. Esa es tarea de la terapia, del mindfulness, del yoga si quieres. Pero no de la literatura.
Escribir —de verdad— es un acto quirúrgico sin anestesia. Es meter los dedos en el pus del recuerdo, en la costra mal cerrada del abuso, del miedo, de la rabia. No para cerrarla, sino para exponerla. Para que huela. Para que arda. Para que quien lea no se duerma cómodo.
No se escribe para curar, sino para decir: esto duele, esto pasó, esto soy.
Y al hacerlo, sin querer, a veces tocamos la belleza. Pero es una belleza sucia, irregular, incómoda. No la postal de una puesta de sol. Es la belleza que nace del temblor de una confesión.
Si quieres sanar, ve a terapia.
Si escribes, escarba tu trauma hasta que supure belleza.
Y luego dásela al mundo cruda.
Sin paños tibios. Sin lecciones. Sin moralina.
Porque la literatura no es un refugio.
Es una herida abierta que sangra con estilo.